14.4.05

El Cantábrico es un curioso mar...

"La niña de agua", la llamaban; y su cuerpo sabía a sal. Su hogar, allí, en el último lugar de la tierra. Navia aprendió, pronto, y fue capaz de distinguir una voz en el rugido de las olas al quebrarse contra las rocas. Sangre blanca. Herido en el último esfuerzo por alcanzarla, pues el océano quiere para sí lo que suyo es.
Era inmenso, azul, hermoso y libre. Y se creyó demasiado poderoso, se creía demasiado poderoso porque ella le daba la fuerza para serlo.
Existe un lugar, al norte de un recóndito país, donde la naturaleza habla; y todos los que visitan el lugar y prestan atención pueden escuchar en la voz del viento ecos lejanos de historias ya pasadas… Próximo a una pequeña villa marinera, junto a un cabo de gigantescos acantilados, rugen las olas de un océano feroz, de cuyo horizonte siempre es dueño la niebla. Y allí, señorial y esplendoroso entre las rocas, testigo inmutable del tiempo y del olvido, se yergue el antiguo faro todavía custodio de la trágica leyenda.

EL MAR DE NAVIA

Muchas generaciones ha que vivían en el lugar Ezequiel y Arduína. Una convivencia feliz en aquellos remotos parajes, atendiendo con cariño y disciplina sus funciones de fareros y viendo crecer lentamente a su única hija.
Mas decían las malas lenguas por aquel entonces, que aquella hija era fruto de un pacto con los dioses, pues había llegado siendo el matrimonio ya muy mayor y un aura de misterio rodeaba aquel nacimiento. Fue una oscura noche la del alumbramiento: la tempestad se desató, las olas treparon por las afiladas paredes de piedra y el océano rugió dando la bienvenida a la pequeña. Y nació, con los ojos azules como el mar revuelto; la niña de agua. El océano, que había enloquecido y desplegado todo su poder para recibirla le dio nombre: Navia. Así era como los antiguos se habrían referido a la diosa de las aguas.
Y Navia aprendió. Cuando escuchó cómo él rugía desesperado su nombre al romperse contra la piedra, Navia entendió su idioma. La joven de agua; y por su sangre fluía la llamada de las olas; y su piel se nutria del viento gélido y salado, el beso del océano.
En ocasiones, ella bajaba hasta la playa y caminaba a través de las ondas blancas que se acostaban lentamente sobre la arena. Primero, un golpe frío en las piernas, como un látigo de hielo. Pronto llegaba el cosquilleo envolvente, aliento de agua y sal. Entonces Navia se sumergía completamente y él la envolvía, la atravesaba, la levantaba, la sumergía de nuevo, hasta devolverla de nuevo a la orilla y allí, tumbada, la rodeaba con espuma.
Era una hermosa muchacha y pronto muchos jóvenes marineros de la villa pretendieron su mano. No es bueno desafiar al océano; puede enfurecer, sin previo aviso, delirante de rabia; y así fue: crestas titánicas se derramaron sobre las costas donde se hundieron por docenas los marineros en sus botes sorprendidos por el fuerte oleaje repentino. Asombrosamente no había muchos muertos en aquellas tempestades, salvo aquellos que habían deseado para sí a la hija de los fareros. A éstos, el océano los engulló con furia, arrojando después sus cuerpos sin vida a tierra. No es bueno desafiar al océano…
Pronto todos tuvieron miedo de aquella muchacha, todos excepto él. Abel dejó de temer en el mismo instante en el que vio aquellos ojos. ¿Has sentido alguna vez ese escalofrío? Te inunda el alma, te envuelve. El vértigo convertido en aire… Es un instante, apenas apreciable, fugaz, pero eterno… Y Navia se perdió en los ojos de Abel, ojos de hierba y tierra. Y su cuerpo sabía al fuego. Y entonces ocurrió: un rugido ensordecedor, un grito de rabia surgido de las entrañas mismas del océano y una ola que se levantó con cólera sobre la costa; después, el retumbar sordo de la espuma y silencio… El océano enmudeció, de repente, y Abel comprendió que no volvería a verla jamás.
Muchas generaciones han visto ponerse el sol desde aquel fatídico atardecer, y mucho se ha dicho desde entonces de lo que allí ocurrió, mas nadie lo supo nunca con certeza. No preguntaron a quien debían: a mí, que vi el último abrazo de los amantes, que sequé con mi aliento el dolor hecho lágrimas de los padres, que empujé con mis manos aladas los gritos del joven y vi cómo se convertía en piedra mientras el océano mudaba en mar.
Nadie me preguntó, y yo mucho sabía.
Hoy, aquél océano es un mar salvaje que se cree libre y quiere marcharse lejos. Lo intenta sin cesar y finalmente vuelve a deshacerse contra la piedra. Besos que saben a sal y a tierra; besos que saben a agua y hierba. ¿Has sentido alguna vez ese escalofrío?
Tal vez esta historia no interese ya a nadie después de tanto tiempo, pero yo aún me conmueve cuando algún anciano del lugar me permite balancear suavemente un susurro temeroso y triste: "El mar de Navia… y la piedra de Abel".

Contracorriente

ahora mismo